#unaNavidaddiferente: Mueres con cada juguete

Has estado en España, Nigeria, Canadá, Brasil y varios países más al mismo tiempo. Rondando los callejones desiertos del Boulevard des Belges, pegoteándote con fuerza a los ventanales de la infinidad de centros comerciales que brotan en la Avenida Corrientes, zambulléndote en los calurosos lagos de Miami, infiltrándote por las alcantarillas de Tamaulipas; todo esto sin encontrar nada, a nadie; nada de donde prenderte, nadie a quien contagiar. Te mueves son soltura, casi con elegancia, no tienes presencia física, solo existes. Eres rápido, vas levitando, desprendiéndote, te vuelves compacto cuando es necesario, pausado a veces, eres temido por todos. No tienes mucho tiempo en la tierra, apenas casi un año. 

Nada es igual como hace un par de meses, cuando te colabas en las suelas de los zapatos de cualquier hombre como un chicle, y no tenías más que dejarte llevar para al poco tiempo pasar de esas suelas al tapete de la entrada de una cálida casa, y de ese tapete a una suela siguiente ―esta un par de tallas menos― que te llevaría a una habitación color rosa, donde no tardabas en invadirlo todo y donde las risas, ―por su agudez― se revelaban como las de un grupo de muchachas. Una de estas a su vez, como ya era bastante tarde, tomaba su mochila, donde tú ya esperabas; se despedía de sus amigas y te llevaba hasta su casa donde su madre la regañaba por la hora de llegada, pero claro que nada de esto te importaba, pues tú ya escalabas por el delantal de la madre para ir a parar a los vellos de la nariz de esta. A su laringe, faringe, bronquios… a sus pulmones.

El mismo ciclo repetido cada día, no a cada hora ni minutos sino a cada segundo. Este día todo aquello ha quedado en el pasado. Por eso ahora estás solo, vagando por estas calles que se adornan de rojos y verdes y sobre todo de nieve, mucha pero mucha nieve. Nieve que al igual que tú no para de repartirse y posarse en todo lo que se atraviesa con ella. Entonces te sientes mal pero también lo vez. Allá en el cielo, acaba de desgarrar una nube.    

Levantas vuelo y cuando muy arriba pareces debilitarte lo ves claramente: es al que llaman Santa Claus que azuza unos renos, mientras ríe eufóricamente, por mágico que sea, como los demás, no percibe tu presencia. Piensas que no todo está perdido, que con la velocidad de ese trineo que lo recorre todo, no tardaras en volver a estar en todas esas casitas, que desde el cielo parecen luciérnagas que duermen y que con cada respiración hacen titilar sus lucecillas.

No puedes posarte en él; impregnarte en sus ropas de rojo felpudo, rojo ocaso, rojo juguete; no puedes pegarte en sus suelas escalonadas de un cuero resbaladizo, congelado, deslizable, casi una pista negra en miniatura de patinaje. No puedes dar con su boca, una red de vellos blancos nevados, y gruesos como hebras de cielo por llover te lo impiden. Te das por vencido, te dejas llevar, disfrutas del aire, las virutas nevadas te traspasan pero tú las sientes como si tuvieras un cuerpo, te imaginas con un par de labios, un tubo respiratorio blando, un par de pulmones de un rosa sandia, tratas de respirar pero careces de nariz, entonces te invade la tristeza. Lo que has hecho desde tu nacimiento ha sido invadir lo que acabas de imaginar y no solo eso, lo has destruido sin ser esa tu voluntad.

Acabas de tomar una decisión. Del cielo más alto vuelves junto al trineo, los renos con furia descargan su cansancio con humos deformes que salen de sus hocicos; Santa deja caer su mirada buscando su próximo objetivo, lo encuentra y enfila hacia el sur, tú lo sigues. 

Te escondes dentro de la gran bolsa que carga en sus espaldas, al principio pensabas que era inútil intentarlo pero no fue difícil, luego pensaste que tu nueva decisión modifico la situación: ahora podías volver a pegarte en las suelas, posarte en el traje rojo, incluso atravesar esos vellos blancos para dar con los labios de Santa. Pero ya no te interesa nada de eso. Dentro de la bolsa te restriegas en las rudecillas de los autitos, en los ojitos de las muñecas, en los tornillos de los robotitos, en las cuerdas de las pintorescas guitarrillas. El fin se acerca.

Ya solo quedan un juego de mesa, un gatito de peluche y una figura de acción para que todo haya terminado. Con la pequeña cocina ―la primera que tomo Santa para dejar debajo del arbolito― una parte tuya murió, luego vino el avioncito y otra parte de ti pereció, después de unos minutos veías como salía un caballito plástico y con eso volvías a morir en parte. Era extraño: sentías el rocío del alcohol en los juguetes como una persona siente las gotas de la lluvia caer en su rostro. Morías poco a poco.

Ya no queda nada más de ti que esto: tú en los bigotes, tú en las garras, tú en la cola, tú en los ojitos del gatito peludo que huele a fábrica. Hace unos minutos la figura de acción fue llevada frente a una boquilla dispensadora que no tardo en mojarla con graciosas gotas juguetonas que dieron de lleno en ti, matando una de tus últimas partes. Fue en ese momento que por primera vez te sentiste una entidad propia, como si estar en todo lugar no te hubiera hecho sentir algo grande sino todo lo contrario. Ahora solo tú, solo siendo una parte de las millones que fuiste te sientes realmente vivo.

Ves la chimenea, las luces de colores, la mascota que duerme plácidamente. Santa se rocía las manos, se las refriega, sonríe y también lo miras, pero lo haces desde donde los seres ya no existen y el gatito de peluche yace debajo del arbolito y esta mojado, muy mojado de alcohol.

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